19 de junio de 2005: Novedades dinosaurios
El País Semanal
Hay que pintarlos de otra manera, cada vez con más plumas. Nuevos fósiles ayudan a reescribir la historia de los dinosaurios, de los que ya se conocen 600 especies. Las últimas sorpresas: unos huevos en China y una pata de tiranosaurio en EE UU con tejidos con vasos sanguíneos. MÓNICA SALOMONE
Puede que los creadores de monstruos del episodio III de La guerra de las galaxias hayan derrochado creatividad, pero ni aun así consiguen hacerle sombra a la evolución. Hay criaturas más extrañas en el registro fósil que en todas las películas y libros juntos. La evolución ha inventado un sinfín de estructuras –patas, escamas, picos, alas, hojas, plumas, dedos meñique, flores…– que ha combinado y reciclado de mil maneras. Lástima que a estas alturas la mayor parte de las especies producto de tanta creatividad se hayan extinguido, lástima que no haya zoos temporales donde ver vivos a un iguanodon y un velocirraptor. Pero mientras Parque Jurásico siga siendo ficción –y tal vez no sea siempre así– sólo queda un consuelo: cada vez hay más datos para reconstruir el pasado de forma fiable. Los paleontólogos están hilando cada vez más fino, y lo que encuentran corrige no sólo pequeñas pinceladas en el cuadro de los dinosaurios, sino cuestiones que alteran el imaginario general. ¿Un tiranosaurio? Resulta que hay que imaginarlo cubierto de plumas, como una supergallina, o casi. Y también cambia eso de que todos los dinosaurios se extinguieron. Unos muy concretos sobrevivieron, y están hoy entre nosotros. Mire por la ventana, puede que vea uno. Son las aves. Pero no será sólo la pinta de los protagonistas lo que tendrá que cambiar en las películas de dinos. Los investigadores están resolviendo también viejas dudas respecto a, por ejemplo, cómo se movían, a qué velocidad crecían e incluso cómo se comportaban. Y lo están haciendo con métodos que nadie hubiera predicho hace menos de dos décadas y que ayudan a exprimir cada vez más información de los fósiles: ordenadores, escáneres, microscopios y hasta técnicas de biología molecular se usan hoy para leer más y mejor en los huesos. Los resultados son sorprendentes. Ahora mismo hay un grupo estadounidense trabajando con tejidos blandos de Tyrannosaurus rex, tejidos que, de alguna forma que nadie consigue explicarse aún, han sobrevivido 70 millones de años a la degradación. Los investigadores no descartan extraer material genético de las muestras…, y por ahí empezaba precisamente Parque Jurásico. Volando alto en el cielo de Los Cayos, en Cornago (La Rioja), hay a menudo dinosaurios; buitres, en concreto. Sobrevuelan un suelo pisoteado por muchos de sus antepasados, en sentido literal. Las rocas de Los Cayos exponen centenares de huellas de estos seres, llamadas técnicamente icnitas, algunas tan perfectas que parece que los animales pasaron ayer. Si hay lugares mejores que otros para imaginar el pasado, éste es muy bueno. Y por mucho que se visite no deja de sorprender. “Siempre que vengo tengo la misma sensación. Algo así como ¡madre mía!”, dice tras un silencio el paleontólogo Joaquín Moratalla, del Instituto Geológico y Minero de España, que tiene las huellas de Los Cayos y otras muchas impresas en el cerebro. Lleva viniendo aquí desde hace dos décadas; una parte del yacimiento de Los Cayos la descubrió él. Hace bochorno, aunque mucho menos que el día en que se dejaron los rastros. El paisaje que ahora contempla Moratalla ha cambiado, como sus habitantes. Lo que hoy son valles con almendros eran hace 110 millones de años tranquilos lagos y riachuelos poco profundos. Había coníferas, helechos, cicas y, en el agua, muchas algas, útiles hoy para datar el yacimiento. Había también, por supuesto, peces, y cocodrilos, tortugas, reptiles voladores –los famosos pterosaurios, que no eran dinosaurios y volaban de manera muy diferente a las aves–. El terreno estaba cubierto de sedimentos arcillosos, un material idóneo para conservar los rastros para la posteridad. Surge una pregunta: que veamos ahora justo el sitio por donde pasaba un montón de dinosaurios ¿es pura casualidad, o es que la población de dinos era realmente enorme y vemos su rastro en La Rioja como podríamos verlo en tantos otros sitios en España si los estratos correspondientes quedaran expuestos? Tal vez las dos cosas. Que Los Cayos fue una Gran Vía dinosauriana está a la vista. Paleontólogos de todo el mundo vienen hoy a visitar este yacimiento de icnitas, considerado de los mayores de Europa, y otros muchos en toda la cuenca de Cameros. Si una vez datados se apilaran en vertical todos los estratos con huellas en esta cuenca –una región de unos 8.000 kilómetros cuadrados en Burgos, Soria y La Rioja–, medirían nueve kilómetros de altura; en tiempo, eso corresponde nada menos que a unos 30 millones de años.
En el subsuelo del planeta debe de haber fósiles de dinosaurios como para llenar infinidad de museos, desde luego muchísimos más que fósiles de humanos. Prueba de ello –una prueba no muy científica, se admite– es que José Luis Sanz, paleontólogo de dinosaurios de la Universidad Autónoma de Madrid, ha nombrado ya una decena de especies, mientras que Juan Luis Arsuaga en Atapuerca sólo ha bautizado a Homo antecessor, y ya es mucho más de lo que podrá decir nunca la mayoría de los paleontólogos de humanos. No puede ser de otra manera. Ocuparon la Tierra durante 165 millones de años, hace entre 230 y 65 millones de años –después, los que no podían volar se extinguieron por completo–. Se conocen alrededor de 600 especies agrupadas en unos 400 géneros, lo que significa que, en general, los fósiles son muy distintos entre sí, y que, por tanto, vemos sólo la punta de un inmenso iceberg. Si en la historia de la vida el capítulo de los dinosaurios tiene 165 páginas, el de los humanos no pasa de un par. Pero, a pesar de lo anterior, la península Ibérica ha sido tradicionalmente poco explorada por los buscadores de fósiles de dinosaurios. Los primeros paleontólogos de dinos empezaron a trabajar en España hace dos décadas. Eran sólo dos grupos, en Madrid y Barcelona, que encontraron desde nidos excepcionalmente bien conservados hasta las primeras pruebas sólidas del origen dinosauriano de las aves. El panorama está cambiando. En los últimos años, los grupos de investigación se han multiplicado, y con ellos los yacimientos. Los hay en Teruel, Burgos, Levante, la cornisa cantábrica, Andalucía. En poco tiempo, la Península ha pasado de casi terra incognita a objetivo preferente para los cazadores de fósiles. Si Los Cayos es un paraíso paleontológico de huellas, Las Hoyas, en Cuenca, lo es de fósiles de dinosaurios avianos. Las Hoyas fue hace 120 millones de años un gran lago, hoy reemplazado por roca caliza que forma lascas. Los paleontólogos les dan un golpe seco en el canto y se abren como una ostra. “La mayoría de las veces no ves nada antes de partirlas. Lo haces como si fuera una lotería”, dice Sanz. Una lotería que reparte muchos premios. El equipo de Sanz va allí cada verano desde principios de los ochenta y en apenas unas semanas encuentra un millar de fósiles. A mediados de los ochenta les tocó el gordo con la ayuda de un paleontólogo aficionado, Armando Díaz Romeral, que les llevó el fósil hoy estrella de Las Hoyas: Iberomesornis. Es el esqueleto de un pajarito no mayor que un gorrión, con un fémur de unos 15 milímetros. “Cuando lo vimos nos dejó impactados. Se veía que aquello era importante”, recuerda Sanz. El fósil “apoyaba de forma clara lo que ya entonces empezaba a debatirse, el origen dinosauriano de las aves”. La parte anterior del esqueleto es como la de las aves actuales, pero la pelvis pertenece a un dinosaurio. “Aquello fue un bombazo. Lo presentamos en 1987 en un congreso en Los Ángeles y los popes nos dieron palmaditas en la espalda”. Desde entonces, Las Hoyas no ha dejado de producir. Se han encontrado otros dos dinosaurios avianos, uno de ellos con la primera álula del registro fósil, una sofisticada estructura que tienen las aves modernas y que produce un vuelo ya muy perfeccionado. También hay una egagrópila, el nombre técnico de un regurgitado de dinosaurio carnívoro, en el que se encuentran huesecillos de tres especies distintas, y el verano pasado se encontró el primer fósil de ave con cráneo, que aún está en estudio. Eso en cuanto a aves. Además hay dinosaurios no avianos, como Pelecanimimus, un omnívoro de entre 60 y 80 kilos que debía de correr muy bien, y en general unas 120 especies de animales y 40 plantas. Hay peces, cocodrilos, insectos, lagartos, salamandras, galápagos… “El cangrejo que hasta hace poco había en los ríos españoles ya estaba allí hace más de cien millones de años”, repasa Sanz. Las Hoyas tiene un valor especial porque es uno de los pocos yacimientos en el planeta con fósiles de las primeras aves. Los otros están en China meridional, en la provincia de Liaoning, en lo que era hace 130 millones de años un lago poco profundo con cenizas volcánicas en el fondo. Todo lo que cayó al lago debió de quedar preservado en el lodo, y fue mucho. La región ha producido más de un millar de criaturas cubiertas con plumas o estructuras similares, tal vez protoplumas. Cuando empezaron a publicarse, a finales de los noventa, los expertos quedaron maravillados. No sólo por los fósiles de aves primitivas, sino porque otros muchos restos de dinosaurios que no volaron nunca presentan características hoy asociadas a las aves. Por ejemplo, las plumas. En Liaoning hay carnívoros del linaje de los tiranosaurios, y otros más pequeños emparentados con los velocirraptores, con plumas desarrolladas al menos en los antebrazos –en el resto del cuerpo tienen unas estructuras filiformes, quizá protoplumas–. Un gran cambio de imagen para estos animales. El color de las nuevas plumas queda a la imaginación del lector; su función, a la de los paleontólogos: “Puede que sirvieran para regular la temperatura, o para el cortejo, o para amedrentar a posibles predadores. Pero es seguro que las plumas no nacieron para volar”, explica Sanz. Y si aún quedan dudas del parentesco entre dinosaurios y aves, los más recientes fósiles chinos presentados en revistas científicas contribuyen a despejarlas. Uno de ellos, también de Lioaning, ha sido bautizado por sus descubridores “el dragón durmiente”. Es pequeño, de medio metro, y estaba colocado igual que un pato dormido, con la cabeza mirando hacia atrás recostada en el lomo. Los expertos lo consideran una pieza importante para entender cómo los dinosaurios levantaron el vuelo. El otro hallazgo, del pasado abril, es de otro yacimiento. Se trata del primer dinosaurio hembra –y en realidad el primer vertebrado fósil– con dos huevos con cáscara aún dentro de la pelvis. Eso coloca a los dinosaurios “en una transición entre los reptiles y las aves respecto a la reproducción”, explica la coautora del trabajo, Darla Zelenitsky, canadiense. Los cocodrilos tienen dos oviductos funcionales y producen y ponen muchos huevos a la vez, mientras que las aves tienen un único oviducto y deben expulsar el huevo formado antes de empezar a generar el siguiente. El nuevo fósil parece indicar que los dinosaurios tenían dos oviductos (como los reptiles), pero no expulsaban todos los huevos a la vez, sino por parejas (como las aves). En los nidos de dinosaurio se han encontrado puestas con más de una docena de huevos. Otra novedad en la paleontología de dinosaurios es el uso de técnicas hasta ahora poco habituales para extraer la información que contienen los fósiles. La informática, por ejemplo, está resultando clave. “Las réplicas virtuales de huesos y conjuntos esqueléticos nos están permitiendo ver cómo funcionaban en vida estos animales. Las simulaciones por ordenador no están sirviendo sólo para hacer películas”, explica Sanz, que se jacta de conocer todas las películas del género. Una de las primeras de estas réplicas se hizo en el Museo Nacional de Historia Natural estadounidense, hace cinco años. Los investigadores escanearon la mayor parte del esqueleto y el cráneo de un triceratops, un herbívoro que vivió hace 65 millones de años, de forma que ahora cualquiera que lo necesite puede pedir un hueso de triceratops por correo electrónico. Después construyeron un modelo a escala y se dedicaron a jugar con él hasta dar con la manera lógica de colocar las patas, algo que “no teníamos nada claro”, dice Sanz. Tampoco se sabía, por ejemplo, cómo hacían los saurópodos, gigantes herbívoros, para levantar sus cuellos, de más de una decena de metros. ¿Cómo el corazón de estos animales bombeaba sangre a un cerebro tan lejano y elevado? Pues seguramente no lo hacía. Dos estadounidenses reconstruyeron la estructura de las vértebras de Apatosaurus y Diplodocus y las animaron con un programa informático: el cuello puede levantarse muy poco más que el resto de la columna, simplemente porque las vértebras chocan entre sí. Adiós a la escena de saurópodos comiendo apaciblemente de las copas de los árboles. Las réplicas virtuales han servido también para esclarecer si la considerada primera ave volaba o no. Se trata de Archaeopteryx (Archie para los paleontógos), un ave de hace unos 140 millones de años de la que se conocen sólo siete fósiles en todo el mundo. Patricio Domínguez Alonso, de la Universidad Complutense de Madrid, escaneó el único cráneo conocido de este animal, lo reconstruyó y sacó un molde del interior. Así pudo inferir que Archaeopteryx veía y probablemente oía de modo muy parecido a las aves hoy, y que “había adquirido las estructuras neurológicas necesarias para volar”, escribe el paleontólogo español en la revista Nature. Puede que los dinosaurios que dejaron sus pisadas en Los Cayos estuvieran cubiertos de plumas, pero desde luego no volaban. Por una razón que Moratalla aún no se explica, la mayoría eran carnívoros bípedos. Se sabe por sus tres dedos acabados en garras, que dejan una marca afilada. Hay huellas de más de 40 centímetros de largo, que corresponden a animales de unos ocho metros de largo; también se puede estimar la velocidad del animal según la distancia que separa dos pisadas del mismo pie. Lo que no hay en Los Cayos, ni en ningún otro yacimiento de icnitas, son huesos. Y a la inversa: donde hay huesos no suele haber huellas. Como en Teruel, que se ha convertido en los últimos años en otro foco paleontológico en España. “En esta región hay muchas rocas sedimentarias que en la época en que vivían los dinosaurios eran continentales, no marinas”, explica Luis Alcalá, director de la Fundación Conjunto Paleontológico de Teruel. “Además hay buenos afloramientos porque el relieve es muy acusado; eso te da una perspectiva muy buena de las rocas”. Alcalá y su equipo, que llevan identificados en la región 35 puntos con fósiles de dinosaurio, exponen sus hallazgos en el parque temático Dinópolis. Pero uno de los más espectaculares aún tardará en llegar a ojos del público. Es el esqueleto de uno de los mayores herbívoros del planeta, un animal que pesaba entre 40 y 50 toneladas y vivió en lo que hoy es Riodeva hace entre 110 y 130 millones de años. “Los huesos de este dinosaurio son de los más grandes del mundo, y dentro de este grupo es de los esqueletos más completos”, dice Alcalá. El húmero de este gigante mide 1,81 metros y llevará aún varios meses sacarlo de la roca; el esqueleto entero, años. Pero el descubrimiento que más roza la ficción es el de vasos sanguíneos aún hoy flexibles en el interior del fémur de otro tiranosaurio. El fósil mide 107 centímetros y fue hallado en un yacimiento de Montana (EE UU); para trasladarlo en helicóptero, los investigadores tuvieron que partirlo en tres trozos, lo que les permitió acceder al interior del hueso. El especimen, muy bien conservado, “presentaba características inusuales”, explica en la revista Science Mary H. Schweitzer, del Museo de las Rocosas. Con diversos métodos se eliminaron los minerales del hueso, y quedó “un tejido vascular que demostró gran elasticidad y resistencia a la manipulación”. Partes del tejido fueron incluso deshidratadas y rehidratadas de nuevo. Nunca se había conseguido algo así, y la primera pregunta para Schweitzer es entender la “química de la degradación”, según afirma por correo electrónico. “Las células, tejidos y proteínas se supone que se degradan tras pocas semanas, desde luego tras varios cientos de años. Y sin embargo, en este caso no ha sido así. Surgen muchas preguntas. La principal: ¿se podría aislar material genético de estos tejidos? “Tal vez, aunque no es muy probable”. Encontrar material genético sería contradecir a los especialistas en ADN antiguo, que aseguran que esa molécula no aguanta más de 100.000 años. Pero ¿quién imaginó que aguantarían las células? Otra cosa es para qué sirve el ADN si realmente se encuentra. La respuesta que da Schweitzer es la seria: “Ayudaría a esclarecer las relaciones evolutivas entre los dinosaurios y otros grupos”. La respuesta de Hollywood es Parque Jurásico.
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